Porque a su lado en grupo
Va la Delfina, esa hermosa
Que en todas las correrías
Junto a él peligra animosa.
Ramírez que a su guerrera
No quiere dejarla sola
Para atrás, por sobre el hombro,
Les dispara su pistola.
y mientras embiste solo,
Pega el grito a los restantes.
Que la escolten. ¡Qué él se basta
contra esos cuatro tunantes!
Atiendan, señores míos,
Pues quizás les interesa,
Cómo acabó sus andanzas
Delfina la portuguesa.
Aquella que en el contraste
De un destino singular,
A costa de su cabeza
Logró Ramírez salvar.
Leopoldo Lugones
El fue un líder indiscutido en Entre Ríos, donde lo llamaban El Supremo. Los orígenes de ella eran tan inciertos como seguras su valentía, su belleza y su audacia. Vivieron un romance en el que no faltó ninguno de los ingredientes propios de los grandes mitos pasionales, incluida la muerte trágica del héroe.
Es 28 de junio de 1839: un día de invierno en Arroyo de la China (actual Concepción del Uruguay). Acaso es también un día de fiesta (aunque amarga y secreta) para Norberta Calvento, la señorita cuarentona que oye, desde la sala, el paso demorado de un ataúd. Sus ropas de luto no se deben por cierto a la muerta reciente que transita sobre la calle despareja. Desde hace dieciocho años, viste de negro por un hombre que le pertenecía y que esa muerta próxima supo robarle con descaro. Ahora tiene el consuelo de ver pasar, como reza el proverbio árabe, el cadáver de su enemiga. Tampoco ésa, la extranjera, ha tenido derecho, ni legal ni celestial, a llamarse viuda. «¿Pero es que le habría importado eso a la manceba?», se tortura Norberta. Las noticias del día siguiente la desalientan por completo. La Delfina ha muerto a solas, anticipándose al tango, «sin confesión y sin Dios, crucificada a su pena, como abrazada a un rencor». Nada debió de inquietarle la bendición de un fraile a la que se animaba a presentarse ante el Supremo de los Supremos tan arrogante y desnuda de toda protección como se había presentado una vez ante el caudillo Entrerriano. Si algo faltaba para cerrar el círculo de un melodrama ejemplar, la misma Norberta se encargaría de proveerlo años más tarde, cuando, por su expreso pedido, sería amortajada con el traje de bodas cosido en vano para su casamiento.
Pocas historias cumplen, en efecto, los requisitos de la pasión romántica con la perfección del ya legendario amor entre el caudillo Francisco Ramírez y su cautiva portuguesa, por todos conocida como La Delfina. Hay un héroe indiscutido (Ramírez) que, como deben hacerlo los amados de los dioses, muere joven; hay una mujer fatal (Delfina), tan bella como enigmática, que lo lleva involuntariamente a la muerte. No faltan dos personajes secundarios que completan el episodio: una víctima inocente de la gran pasión (Norberta, la novia abandonada) y un presunto traidor al héroe, por ambición y celos (el entonces coronel Lucio Norberto Mansilla). Se trata de un amor entre enemigos, y también entre un Príncipe y una Cenicienta. Un amor que ignora bandos y jerarquías, que rompe convenciones, que lleva su desafío hasta el último extremo.
Cuando el entrerriano conoce a Delfina aún es aliado del santafecino Estanislao López y de Gervasio Artigas, en contra del Brasil y de Buenos Aires. Después de ganar en Cañada de Cepeda, en 1820, López y Ramírez entran en la ciudad del Puerto, pero no abusan de su triunfo. Su escolta es reducida y no se muestran proclives a la exhibición afrentosa ni a las indiscriminadas represalias (Ramírez acaba de perdonarle la vida a su primer jefe, el director supremo Rondeau, a quien descubre oculto en unos pajonales). Su único gesto de barbarie (o, simplemente, de afirmación victoriosa) es atar sus caballos a las rejas de la Pirámide de Mayo. Suscriben, con Buenos Aires, el Tratado del Pilar, a costa, para Ramírez, de un nuevo enemigo: Artigas, que le declara la guerra por no haber sido consultado a tal efecto.
La mujer fatal.
La Delfina es un personaje definido mucho más por las incertidumbres que por las certezas. Ni siquiera se sabe si Delfina corresponde a un nombre o a un apellido (se la ha llamado también María Delfina). Su origen familiar, su posición social, han sido objeto de fluctuaciones similares: si unos la creen hija bastarda de un virrey brasileño, otros la suponen humilde recogida por una familia estanciera. Hay quien dice que marchó a la campaña contra Artigas siguiendo, fraternalmente, a un miembro de esa misma familia, mientras que otras voces menos corteses la toman por ramera, o la hacen amante de algún oficialito. Hasta su belleza (de consenso indudable) está signada por lo impreciso. Como ocurre con Francisco Ramírez, nadie sabe a ciencia cierta si fue rubia o morena, blanca o mestiza. Alguno (el poeta Molina) le atribuye voz de sirena criolla y destrezas musicales. No se sabe si alcanzó también el desahogo de expresarse en letra escrita. Criada en el campo, en Rio Grande do Sul, acaso ni siquiera haya cursado la enseñanza primaria, la única que se les impartía incluso a los varones, aunque fuesen hijos de familias acomodadas, como el propio Ramírez.
Otro rasgo de La Delfina es indiscutible: era una mujer valiente de puertas afuera (porque también hubo muchas y anónimas guerreras domésticas que en las más duras adversidades sostuvieron, ellas solas, sus familias). Su valor era llamativo, exhibicionista. Amaba los uniformes vedados a su sexo y los lucía, según parece, con gallardía inolvidable. No eran sólo una forma elegante de travestismo, sino verdadera ropa de trabajo: acompañó a su Pancho como coronela del ejército federal en todas las batallas, aunque esa dulce compañía le significó a su amante la muerte. Delfina aparece en este sentido como contrafigura de otra guerrera: doña Victoria Romero de Peñaloza, más eficaz que ella en las lides militares, y que por salvar (con éxito) a su marido, el Chacho, recibió la herida en la frente inmortalizada por la copla popular.
¿Por qué, siendo su cautiva y virtual esclava, se enamoró de Ramírez, y por qué éste, dueño todopoderoso, la convirtió en reina sin corona? Mucho se ha escrito sobre el estado de cautiverio femenino: crónico y también fundacional en la especie humana, donde el sexo, con el extraordinario poder de gestar y reproducir (y por ello reducido a la subordinación y el control), fue siempre botín de las guerras y prenda de las alianzas. Susana Silvestre, en su biografía amorosa de la singular pareja, dedica páginas lúcidas a la historia de las cautivas rioplatenses, mediadoras, con su cuerpo, entre dos mundos. Podemos suponer que a ella no le fue difícil dejarse encantar por Ramírez, hombre joven, en el cenit de sus talentos y de su buena estrella, cuyo carácter «despejado y audaz, amplio y prestigioso», con «algo de artista», es reconocido incluso por Vicente F. López. Las prendas personales del caudillo y la oportunidad de un fulgurante ascenso hacia el poder y la gloria, marchando y mandando a su lado como si fuera un hombre, debieron de mezclársele en una irrestistible combinación afrodisíaca. Y Ramírez, ¿qué vio en Delfina? Para que una modesta cuartelera presa lograra encadenar a un varón que podía disponer de todas las mujeres, y hacerle olvidar sus serios compromisos matrimoniales con la hermana de un amigo íntimo, debió de ser algo más que un cuerpo atractivo y una sensualidad bien dispuesta. Dulzura (la de la música, la de su lengua madre) habría, sin duda, en ella; no la pasividad o la excesiva facilidad, que matan el deseo. Cautiva, pero brava seductora; sin remilgos, aunque orgullosa en su indefensión, seguramente supo darse exigiendo, y ganó la batalla con Ramírez desde el primer encuentro, cuando el placer total, correspondido, borró la asimetría entre vencedor y vencida, y los dos fueron, uno del otro, prisioneros.
. El traidor
En todo humano paraíso hay una serpiente, y ese papel parece tocarle aquí a don Lucio Norberto Mansilla, futuro padre de Eduarda y de Lucio V., entonces un joven coronel porteño con mundana cultura y sólidos conocimientos técnicos que puso, durante un tiempo, al servicio de Ramírez. Horacio Salduna, biógrafo del Supremo Entrerriano, le achaca a Mansilla la responsabilidad mediata de su catastrófico final.
Los dos hombres habían entrado en contacto durante las hostilidades entre Artigas y Ramírez, después de 1820. Mansilla colabora con sus trescientos cívicos y queda sellada una amistad marcial que no será duradera. Cuando Buenos Aires y López se vuelven contra Ramírez, que prepara –nada menos– una gran campaña con el fin de recuperar el territorio paraguayo para la Argentina, Mansilla se echa atrás, argumentando que no desenvainará la espada contra su ciudad de nacimiento. Ramírez acepta esta disculpa plausible, aunque le solicita que al menos conduzca a la infantería desde Corrientes hasta Paraná. Mansilla acata, pero no cumple. Su defección priva a Ramírez de las fuerzas imprescindibles para enfrentar a López, a Bustos y a Lamadrid y lo precipita hacia la ruina.
Mansilla deseaba, también, los favores de La Delfina, como lo prueba la correspondencia intercambiada con el comandante Barrenechea, al que, ya desaparecido Ramírez, envía –inútilmente– como celestino.
Los testimonios próximos al hecho y la memoria popular sostuvieron siempre que Francisco Ramírez murió en el intento de salvar a Delfina de la partida enemiga que la había echado en tierra y comenzaba a desnudarla.
En un combate desigual el entrerriano pudo ver a su Delfina escapar a caballo y a salvó de la muerte; sin chances, enfrentó a los hombres que parecían multiplicarse en cada estacada, con cada gota de sangre que perdía. Pero había desaparecido el miedo, incluso a la muerte, había salvado a su amor y podía mirarla con una última sonrisa de gloria. Ramírez fue decapitado y su cabeza, embalsamada, conoció en Santa Fe el escarnio público. Su amada logró volver a Arroyo de la China, donde lo sobrevivió por dieciocho años. Susana Poujol (La Delfina, una pasión) la imagina prisionera (al final, voluntaria) de la novia olvidada, Norberta Calvento, unidas ambas por el recuerdo y la soledad. Quizá no estuvo tan sola; después de todo (la carta de Barrenechea a Mansilla hace suponer que la cercaba, al menos, un cortejante), pero no se casó ni engendró hijos, y no intentó, tampoco, volver a su tierra natal.
Tal vez en toda esta historia de amor y muerte haya una insospechada ganadora encubierta: Norberta, cuyo deseo, por incumplido, nunca pudo gastarse. Como la Magdalena de El ilustre amor (Mujica Lainez), también, acaso, llegó a la tumba como un ídolo fascinador, envuelta en el vestido blanco de la única que pudo llamarse novia del Supremo Entrerriano.