(Capítulo 6 «Las Mancebas»)

En su viaje diplomático a Europa, Belgrano conoció a Isabel Pichegru, una mujer osada y seductora que se atrevió a hacerse pasar por sobrina del general Pichegru en el círculo de franceses emigrados.
A decir de Paul Groussac, Belgrano y Pichegru tuvieron una relación tormentosa y apasionada. Al parecer la audacia provocativa de aquella mujer despertó su atención de inmediato y ella encontró conveniente y atractivo a aquel diplomático y militar de las luchas de independencia sudamericana, elegante y afable con las mujeres.
Lo dejó cuando tuvo oportunidad de volver a París, luego de la caída de Napoleón. Montada sobre su engaño organizó un homenaje al general Pichegru, se atrevió a sostener que en realidad era su hija y no su sobrina y hasta consiguió que Luis XVIII le concediera una pensión en tal condición. Pero luego sería descubierta, denunciada públicamente y despojada de dicha dispensa.
En ese clima adverso, decidió viajar al Río de la Plata al encuentro de Belgrano. Cuando llegó a Buenos Aires, él ya estaba en Tucumán y ella prefirió no alejarse de las comodidades de la capital. Se alojó frente a la Catedral y si en los primeros tiempos sus excentricidades y mentiras causaban curiosidad, con el tiempo fue generando fastidio. Terminó por quedarse sin amigos cuando Pueyrredón mandó a fusilar a los franceses Robert y Lagrese, acusados de sedición.
Le conceden un pasaporte para librarse de ella y en julio de 1819 embarca rumbo a Montevideo, desde donde escribe a Belgrano una extensa carta que no se sabe si él alguna vez leyó. Para ese entonces ya había sido padre de Manuela, se habían agravado sus problemas de salud y desde la llegada de Pichegru, tuvo el tino o la fortuna de no encontrarse nunca con ella en estas tierras.
En virtud de las cartas escritas por el propio Belgrano, estimados lectores del Histonauta, podemos afirmar que Belgrano jamàs se enamorò de ninguna mujer, pese a ser un ferreo defensor de sus derechos. Y justamente el desamor ha sido su maldición. Su mayor tristeza.
Se puede apreciar claramente en una de las cartas que Belgrano escribiò a Guemes, en 1817, donde de puño y letra habla del hielo que habita en su pecho: » “Mi corazón es franco y no puede ocultar sus sentimientos: amo además la sinceridad y no podría vivir en medio de la trapacería que sería precisa para conservar un engaño; sólo a las pobres mujeres he mentido diciéndoles que las quiero, no habiendo entregado a ninguna, jamás, mi corazón”.
Y en otra misiva sentenciò: «“El sexo femenino, sexo en este país, desgraciado, expuesto a la miseria y desnudez, a los horrores del hambre y estragos de las enfermedades que de ella se originan, expuesto a la prostitución, de donde resultan tantos males a la sociedad, tanto por servir de impedimento al matrimonio, como por los funestos efectos con que castiga la naturaleza este vicio, expuesto a tener que andar mendigando de puerta en puerta un pedazo de pan para su sustento”. Por tanto podemos inferir que el corazòn de Belgrano estaba plenamente entregado a la revoluciòn y amo a las mujeres, pero no entregò su corazòn a ninguna. No tuvo el valor de luchar por María Ezcurra, aùn cuando ella lo acompañó en la batalla y el èxodo jujeño. En Belgrano la palabra sacrifcio es todo, una especie de pilar moral desde donde se edifcan los pueblos. Y el sacrifcio era renuncia y soledad. Pero hay soledades que llevan a la locura, sobretodo en los otoñales parajes de la vejez donde el vacìo adquiere la dimensiòn del universo.

Isabel Pichegru se alojò en en una vieja casa sobre la ruta 5, entre Rivera y Tacuarembò. Siguiò escribiendo a Belgrano y pasaba los meses aguardando su respuesta. Su cuerpo tenìa el recuerdo de su perfume y por las noches una figura fantasmal la sofocaba con besos inasibles y abrazos helados. Lo espero hasta que la piel se le pegò a los huesos y el fantasma la confinò en un cuarto de servicio, donde apenas podìa moverse.
Una noche la despertò y le dijo: tu espera terminò. Ella mirò por la ventana y habìa una goleta brillando en el rìo y caminò hacia la muerte en busca del amor de su vida.

Segùn cuenta una leyenda urbana, hace algunos años la camioneta de una familia se rompiò durante una noche de tormenta y buscaron la casa para guarecerse. Los atendiò una mujer de amable sonrisa y vestida con largas faldas llenas de fango y una mantilla negra como era comùn en la època de la colonia. Les llamò la atenciòn lo bien decorado y limpio que estaba todo pese a la precariedad del lugar. Tambièn los cuadros de Belgrano y una Bandera Argentina sobre un crucifijo de madera encima de la cama principal.
Al otro dìa despertaron y no habìa nadie. El lugar tenìa un abandono de màs de un siglo y habìa ratas y hormigas por todas partes. Los invadiò una tristeza inmensa, una pena atávica que no era de èste mundo y salieron aterrados. Cuando contaron su experiencia a los lugareños supieron que habìan visto a Isabel, la muerta enamorada de Belgrano.
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